Yanomamis

YANOMAMIS:

LOS ÚLTIMOS HOMBRES LIBRES

Una aventura por la selva amazónica, en el territorio de los Yanomamis, en la que unos españoles nos encontramos frente al primitivismo y candor de hombres y mujeres aún sin contaminar por la civilización.

No fue nada fácil encontrar a los Yanomamis del Alto Orinoco. Un periplo de aventuras por los laberintos de la Amazonia Venezolana.

Desde Caracas, volamos en una línea aérea comercial a Puerto Ayacucho, al que llaman “la puerta del Amazonas”. Allí pudimos alquilar una pequeña avioneta Cessna con la que sobrevolamos la selva.

Miré por la ventanilla y pude contemplar un espectáculo inolvidable: a un lado y a otro, las copas de los árboles, tan juntas, formaban una alfombra de un color verde vivo precioso. Algún brillo producido por el agua, y a veces la neblina esconde de mi vista ese inolvidable paisaje. ¡Es la selva!

Aterrizamos en Ocamo un pequeño poblado donde se encuentra una Misión Salesiana. Teníamos como referencia a una señora: Helena Valero. La encontramos a un par de kilómetros al final del pueblo, en una humilde cabaña desvencijada.

Los primeros informes auténticos sobre la vida de los yanomamis proceden de Helena Valero, blanca del Alto Orinoco, que fue raptada por los indios cuando era niña, a los 13 años y ha pasado veinte años entre ellos, se casó con el jefe de la tribu y tuvo varios hijos. Se han escrito varios libros sobre sus aventuras y experiencias entre estos indígenas. Ojeamos uno de ellos: “yo soy napeyoma” (extranjera).

Helena Valero, hoy anciana y ciega, nos contó su terrible historia de maltrato. Vive con uno de sus hijos, José Valero, que por su conocimiento del idioma y de la zona selvática, nos hace de guía e intérprete.

Embarcamos en un bongo grande a motor de unos 16 m, con toldilla de ramas y hojas (embarcación hecha ahuecando un gran tronco de árbol) por el río Ocamo, con provisiones básicas y algunos regalos para el poblado de Yeprope-Teri. El recorrido fue tortuoso y bello a la vez, con un sol de justicia. Por las aguas marrones del Ocamo, con aguaceros tropicales, rotura de motor y dificultad por estar bajo el nivel del río, con el esfuerzo de arrastrarlo o empujarlo cuando no hay suficiente profundidad para nuestro bongo y se encallaba en los bancos de arena o el suelo rocoso. Dos días duró el trayecto. Fue un espectáculo inolvidable. Están grabados en mi memoria: el sonido de la lluvia sobre las hojas, los majestuosos árboles inmensos, arbustos floreados, pájaros y mariposas amarillas y verdes en la orilla.

Aunque estábamos empapados por el alto grado de humedad y un sol abrasador, me sentí un ser privilegiado al estar en ese escenario.

Nos acercamos a la orilla, José Valero nos indicó que el poblado estaba cerca. “Hay que andar un poco”, dijo.

Nos zambullimos en un medio hostil. Íbamos en fila india. Fue dificultoso seguir el ritmo de nuestros guías indígenas que porteaban nuestros equipajes, nuestras botas resbalaban a cada momento sobre el barro o el musgo, al pasar sobre ramas caídas. Los pies de ellos casi se agarran a las ramas, pasan hábilmente por piedras mojadas; sus pies parecen amoldarse al suelo. Estamos empapados por nuestro sudor y por algún resbalón en un charco. La deshidratación era tan grande que teníamos que beber agua. Cada uno llevaba una botella de plástico. Después de dos horas, ante nosotros teníamos el shabono de los Yeprope-Teri.

Había leído sobre la violencia de los yanomamis. La emoción de descubrir a un pueblo que vive en la prehistoria, hizo que mi corazón se acelerara y todos mis sentidos estuvieran alerta. La verdad es que estaba un poco acojonado…

José Valero hizo las presentaciones con el personaje que parecía ser el jefe. Entendía el castellano y le dijimos que admirábamos a su pueblo. Los más valientes. Queríamos vivir unos días con ellos para aprender descubrir como era un poblado tan famoso y hacer unas fotos. Le entregamos unos machetes, sal, mostacilla (cuentas de colores de cristal perforado para hacer collares) y dinero.

En los primeros momentos nuestros movimientos eran lentos a propósito, sonrientes y mostrándonos agradecidos. No veíamos ninguna mujer, supimos que las tenían escondidas, por posibles raptos.

Los Yanomamis nos aceptan y nos dejan instalarnos.

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Estaba medio dormido. Percibí un leve resplandor cuando Brujito, nuestro joven primer amigo movió las ascuas del fuego nocturno, empujando hacia el centro un leño con el pie desde su mismo chinchorro, de esta forma calentaba su cuerpo desnudo que descansaba en el chinchorro al lado de nuestras hamacas. Apuntaba el día. Mirando el techo de hojas de palma lleno de humo, vislumbré algo que colgaba, algo, como una batea  y  una piña de plátanos, también una gran calabaza. Me acurruqué en la hamaca, era temprano.

Un ruido me despertó. Oí unas leves voces de niños. Me incorporé abriendo la cremallera del mosquitero, que cubría nuestras hamacas y contemplé un espectáculo cómico: los ronquidos de mi compañero, Carlos Eloy, atraían el interés de la chavalería, mitad sorprendidos, mitad divertidos. Con la cara pegada al mosquitero observaban cómo un individuo tan extraño para ellos podía emitir tales sonidos. Sentí un picor insoportable en brazos y tobillos; los jejenes seguían cebándose con nosotros. Sabíamos que no se debe rascar la picadura de estos minúsculos mosquitos, debido a la rápida formación de úlceras. En el cuerpo de Carlos Eloy se podían contar más de un centenar de ellas, que le dejarán marca para muchos años.

El sol comenzaba a iluminar las copas de los árboles más altos. El poblado se animaba lentamente, sonaban voces, llantos de niños y los chinchorros, el único mueble de los yanomamis, que les sirve tanto para dormir como para sentarse, oscilaban bajo el impulso de sus pies. Están hechos con la misma clase de bejucos que emplean para amarrar la estructura de sus construcciones, que forman un gran círculo de chozas al que llaman shabono. Al cabo de dos años es preciso prenderle fuego para eliminar las cucarachas, arañas y piojos que anidan en los tejados de paja y se desplazan e instalan en otro lugar.

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Arrancan los bejucos o lianas que cuelgan de los árboles gigantescos, y con su fuerte dentadura los cortan a medida, atados en haz por los extremos y confeccionan sus chinchorros. La hoguera es individual, siempre al lado del chinchorro, así, el indio sentado o acostado, sin cambiar de postura, puede alimentar el fuego, empujando leños con el pie hacia el centro del fuego y el humo le protege de los mosquitos. En otros chinchorros lejanos al mío, estaban tumbadas parejas, oigo sus risas sin pudor. La sexualidad de los jóvenes yanomamis no es reprimida. La regla es que todo aquello que produce placer es bueno en sí. No dudan en raptar del poblado próximo a una joven, lo que provoca guerras. En estos pueblos hay una gran escasez de hembras.

¡Qué experiencia!
Quiero aprovechar esta oportunidad y fijarme en todos los detalles, estoy aprendiendo a mirar de cerca.

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El desayuno

Una sensación de vacío se apodera de mi estómago, me dirijo a nuestra improvisada despensa y abro una lata de sardinas portuguesas de las que compramos en Puerto Ayacucho, último reducto de la civilización en la zona de la selva de la Amazonía venezolana.

Los hombres me rodean extrañados y curiosos. A falta de pan tenemos arroz cocido, que mezclamos con lo que podemos. Necesito agua y se la pido a unos niños. Me traen unas calabazas llenas de agua y podemos hacer en nuestro “camping-gas” un cafetito soluble, para calentar el cuerpo del frío de la noche. No sé como agradecérselo y les doy un paquete de galletas saladas. Los adultos que me rodean me muestran sus mecheros “BIC”, encendidos, que ayer les regalamos y aprendieron rápido a encenderlos, pero soplan para apagadlos, para ellos es algo mágico y les produce infantiles risotadas. También curiosean desconfiados el fuego de nuestro hornillo de camping-gas, pero el gran espectáculo somos nosotros…

Descubriendo el poblado

Paseando por el shabono, encuentro a un hombre tallando y perfeccionando la punta de su flecha de madera. Parece ébano; “muy dura” me decía. También me muestra otras con diferentes puntas, de bambú, para todo tipo de animales o de hueso y en forma de arpón, para peces.

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El hombre toma algunas hojas de tabaco secas, las empapa en una calabaza llena de agua, escoge una y antes de enrollarla apretadamente la salpica de cenizas, con cierto sabor salado. Los yanomamis son un pueblo sin sal. Las cenizas de la corteza de un árbol, las ponen en una cesta y les van echando agua. Guardan el líquido que destila en una calabaza. Con ese líquido mojan lo que comen (con mucho potasio y poco sodio).

Coloca la bola resultante entre su encía y su labio inferior y la chupa ruidosamente, mientras prepara las demás. Le da una de ellas a la mujer que asaba plátanos cerca del fuego, y la otra, a una anciana, que tumbada en su chinchorro me miraba indiferente.

Una costumbre parecida me sorprendió en los habitantes del Yemen allá por 1972. Llevan un carrillo inflado. Bajo él, se ponen unas hojas enrolladas de una planta llamada Qart, que es la droga nacional. Se va masticando, masticando durante horas. Al hablar se ve que todo está verde, los dientes, la lengua y la saliva.

Yanomami, palabra que en su idioma significa «hombre». Se calcula que actualmente son entre quince y veinte mil individuos. Las caras, tienen por lo general rasgos asiáticos. La mayoría de los etnólogos, supone que su lengua es un fenómeno aislado, es decir, no emparentada con ninguna otra.

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Acompañamos a las mujeres a recolectar.

Solicitamos acompañar a unos hombres a cazar, lo que ocasionó una discusión entre ellos. Dudan de nuestra capacidad física. Al final, nos mandaron con las mujeres al «conuco» o calvero, espacio de la selva donde aplican una agricultura muy primitiva. Incendian la vegetación de un espacio de terreno, para plantar caña de azúcar, plátanos, yuca y camote. También recolectan los frutos de la palmera pijiguau, importante en su dieta. La naturaleza favorece que obtengan frutos sin necesidad de grandes cuidados. También comen orugas, termitas y pescado de los riachuelos. Cultivan asimismo algodón, tabaco y plantas ebene que contienen alucinógenos para su droga particular. Además, suelen cazar pájaros, monos y tapires. Es curioso que los yanomamis, solo hace cien años, comenzaran a cultivar la tierra de manera esporádica, antes eran cazadores y recolectores. Podrían cultivar más alimentos si así lo quisieran, ya que su selva es muy fértil, pero serían desperdiciados. Tan solo producen algunos productos extras para ofrecerlos como regalos a otros poblados, en símbolo de amistad para cuando una aldea quiere aliarse con otra.

Brujito

El joven que nos venía acompañando, hablaba castellano con un vocabulario reducido. Le habíamos regalado uno de los machetes que trajimos, y machete en mano, abría camino por una trocha de la selva. Su cuerpo musculoso resaltaba entre la vegetación, aunque no medía más de metro y medio.

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Su vestido era de lo más sucinto: una simple cuerda de bejuco que rodea sus caderas, llamada «asita», que va amarrada al prepucio desde la cintura, sujetando así el pene contra el abdomen. Esto constituye un símbolo de los wuaiteri o guerreros, los cuales rechazan la minúscula vestimenta de otros. Su cabeza me recordaba a la de los monjes medievales. Llevan afeitada la coronilla con un machete. La tonsura representa el símbolo del auténtico guerrero yanomami. En sus orejas, como en las de todos ellos, sin distinción de sexo, dos palitos de bambú huecos perforan sus lóbulos.

Brujito camina deprisa, apoyando el peso en el borde exterior de sus pies, más estrechos en los talones y abiertos los dedos, como un abanico. El calor es húmedo y sofocante. Llevamos camisas de manga larga para evitar las picaduras de los mosquitos, ya que hay cientos de especies, incluido el temido «Anopheles», que transmite la malaria. Es el frecuente peaje que hay que pagar por adentrarse en las selvas tropicales. En carne propia pude comprobar cómo se las gasta el paludismo. A dos de nosotros nos transmitieron la peor de las malarias “La Rápida” (rápidamente mueres o… vives), te contagian el germen Plasmodium vivax.

Es curioso, de todos los mosquitos, sólo pican las hembras, para alimentarse con la sangre y poner huevos.
Estamos parados en la trocha, en plena selva, nos callamos un momento y el ruido que nos rodea es ensordecedor: grandes cigarras, moscas, pájaros, sapos etc.… Caminamos bajo los enormes árboles por senderos escondidos en la espesura de los arbustos que se mezclan con lianas gruesas, hojas grandes, ramas trepadoras y raíces. Mientras camino, pienso en mi familia, es imposible comunicarme con ellos, supongo que todo irá bien. Comienza un aguacero tropical.

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Las telas de araña se enredan en la cara. No vemos más que verdor y no sentimos más que humedad. Saltamos y rodeamos troncos, cruzamos arroyos. Hay tantos árboles y tan altos, que en pleno día, tenemos poca luz. Pregunto a Brujito por un árbol de extraña apariencia. Me mira como diciendo “estos no saben nada”. Se trata del “matapalo”, -me cuenta gesticulando-. Un pájaro posado en una rama deja una semilla, que germina y desarrolla una raíz aérea que se extiende hasta llegar al suelo, donde se entierra y desarrolla su tronco de forma tabular. Crece a una altura de unos 45m con 5m de diámetro. Constriñe y ahoga al árbol, en el cual había germinado la semilla que le dio origen. El árbol muere prácticamente ahorcado por el “matapalo”.

No tenemos ni idea de la dirección en la que avanzamos. Brujito aprovecha una parada en el camino para que descansemos. Corta una hoja de palmera y en un cucurucho, recoge bayas de onoto para utilizarlas más tarde como tinte rojo. Una nube de decenas de mariposas multicolores se aleja huyendo. Aparece un grupo de mujeres, cargadas con unos grandes cestos de yuca a sus espaldas, sostenidas por una faja de corteza de árbol que les rodea la frente. Al pasar, suenan risas y cuchicheos a nuestras espaldas.

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¡Les llaman la atención nuestros grandes bigotes y el vello de los brazos y del pecho. Los niños, con más confianza, nos están tocando y tirando del vello de los brazos, del pecho, unido a risas que se contagian unos a otros. Los yanomamis no tienen vello en el cuerpo, excepto en la cabeza y en el pubis del hombre. La desnudez de la mujer es total. Se “tapa” con una fina cuerda a la cintura y no tienen vello en el pubis. Parecen muñecas. Alguna lleva una pequeña tela de algodón a modo de faldita, tejida por ellas, tapándose el sexo. Les encanta adornarse. Se acicalan con pinturas en el cuerpo: con rayas, curvas o círculos, pintados con onoto. También alguna lleva collares de “mostacilla”, de colores.

Nos llama la atención que aún estando desnudas las mujeres, tienen una gracia natural en sus posturas, no dejando ver su vagina. Entre nosotros nos preguntamos ¿cómo es posible?

Brujito desiste de ir al conuco. Las mujeres habían regresado al shabono y ya no habría nadie trabajando. Nos señala una gran palmera de rasha, de la que cuelgan en racimos abundantes frutos de pijiguau. Se dispone a subir, aunque su tronco es muy espinoso, por la parte superior. Para evitar las agudas espinas, utiliza un pequeño andamio con dos palos cruzados, sobre un soporte circular amarrado al mismo. Mientras sube gateando pienso: “si le pasara algo, ¿podríamos regresar solos al shabono?” No puedo ver el sol; sólo su luz que se filtra por el denso follaje. Pronto empieza a dolerme el cuello de mirar hacia arriba, a la increíble altura de la palmera rasha. Brujito deja caer dos grandes racimos, que cargará en su espalda a nuestro regreso al shabono.

Al pasar por un riachuelo tenemos que sortear y pisar la superficie de algunas piedras que asoman. Saltar y saltar, como un juego rápido de niños. Al final, llevábamos las botas empapadas, nuestros pies no eran tan rápidos como los de él y terminaban en el agua. Brujito se reía burlonamente de nuestra torpeza. Al perder el equilibrio, intentas agarrarte a la rama más cercana, si te agarras a una que llaman “hojas de cuchillos,” sentirás que te escuece la mano por los cortes. También puede que la rama mueva a unas pequeñas hormigas “chispitas” de color rojo, muy urticantes. Solo su contacto produce la sensación de que nos cayera en la piel una verdadera chispa candente. Pueden caerte en el cuello o en las manos, haciéndote bailar como los indios de las películas. Nos aliviaba aplicarnos lápiz para las picaduras, que llevábamos de España.

Después, acuclillado en el río, con las piernas separadas y las palmas de las manos sobre los muslos, Brujito se inclinó hacia delante hasta que sus labios tocaron el agua. Bebió sin mojarse la nariz. Nosotros habíamos sido incapaces de imitarle, nos parecía digno de un contorsionista. Nos pusimos de rodillas y apoyando las manos en las piedras bebimos. Nos mojamos la nariz. ¡Qué agua tan rica!

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¡Brujito se mofaba de nosotros. No entendía nuestra torpeza de movimientos. ¡Cualquier niño yanomami, se movía mejor que nosotros! Las buenas condiciones físicas de los yanomamis, los hace aptos para la vida selvática. Son sumamente fuertes y sanos. Poseen gracia natural en sus movimientos. Corren con gran ligereza y trepan a los árboles ágilmente, para recolectar sus frutos. Como dato curioso, Brujito se alejó un poco de nosotros y se puso a orinar. Como iba desnudo, sólo quitó el nudo de la cuerda en su prepucio. Cuando se percató que le mirábamos se escondió avergonzado. Nos quedamos perplejos, ¡ su vestido era solo un nudo de cuerda en el prepucio!

Brujito habló con las mujeres para que las acompañáramos a un conuco o calvero para sacar tubérculos como camote y yuca y allí estuvimos con ellas. Al final de la tarde, regresamos hacia el shabono. Unas mujeres se pararon frente a unas palmeras rotas y medio podridas y extrajeron de ella unos gusanos muy grandes blancos, Brujito nos dijo que asados estaban muy buenos. Me quedé sorprendido de ver dónde guardaron los grandes gusanos: su cuerpo desnudo, sus manos ocupadas con los tubérculos, pues… ¡ se los pusieron en la cabeza!

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La camisa se pegaba a mi cuerpo. La frente, cubierta de sudor reflejaba la reacción después de beber agua. Brujito empezó a correr, como persiguiendo algo, no comprendí, se perdió entre la vegetación, supongo que detrás de algún «animalillo», pero le vi aparecer entre la maleza con una «araña mono» entre dos palos, que me hizo recordar a una nécora. Tiene un aspecto terrorífico y su picadura es mortal. Me hizo evocar imágenes que de niño vi en el cine, de un hombre luchando contra una araña gigantesca en su tela. ¡Selvas, selvas inmensas!

Llegamos al shabono y me desplomo en mi hamaca, estoy encantado con ella, la compramos en un mercadillo, era del ejército americano y te aísla totalmente de exterior, ¡de mosquitos y bichos! Tumbado planifico la escena al contarles a mis hijos y mi mujer esta aventura.

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¡Qué calor! Bebo agua de nuestro bidón al que añadimos pastillas potabilizadoras y sigo sudando. Unos niños, mis amigos de las galletas, me traen una papaya junto con sus sonrisas. Carlos Eloy les entretenía enseñándoles su reloj, comprado en Japón, con despertador. Apretaba un botoncito y salía un sonido mágico que hacía las delicias de los chicos.

Al principio no se atreven a pedir, pero luego al paso de los días, quieren todo lo que tenemos. Se sienten atraídos por lo que desconocen, las caprichosas formas de nuestros pocos utensilios y ropas, a pesar de que no entienden su utilidad. Como dato curioso nos habían ido desapareciendo diariamente nuestra ropa interior y camisetas. Fue lo primero que comprobaron, con ellas les picaban menos los terribles mosquitos, al estar tapados, les picaban menos.

La cena

Comimos arroz con salchichas, ofrecimos lo que nos sobró, temiendo que no lo aceptasen, a la familia, que tumbada en sus chinchorros, nos observaba y, con la mayor naturalidad no sólo se lo comieron, sino que nos pidieron sardinas de las que nos habían visto comer por la mañana. Se acercó una muchacha joven, tímida, con la mirada baja y le entregué la lata abierta y otra más. Las mujeres yanomanis tienen un concepto de belleza muy especial: no se es hermosa sin esos palitos semejantes a cerillas que les perforan la nariz, las comisuras de la boca y el labio inferior. No podían faltar como pendientes, unos manojitos de hierbas aromáticas.

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Pregunto a Brujito por la «araña mono» que cogió en el camino, me señala a una pareja acuclillada cerca de nuestras hamacas, nos acercamos y vemos en las ascuas de su fogón, asándose, la araña. Momentos más tarde la comían con deleite, chupeteándola como si de una nécora se tratase. Por cierto, en las ascuas había también además de plátanos verdes, envueltos en hojas de palmera, media docena de los grandes gusanos de palma, asándose. Nos los hicieron probar y… ¡sabían a mantequilla!

La hoja de palmera, les sirve para todo. Por su tamaño, para protegerse de la lluvia; en trozos, para comer como si fuera un plato, para envolver en un cucurucho, por ejemplo larvas de jején o semillas de onoto, para asar lentamente carne la envuelven en varias hojas. Los Yanomamis te sorprenden, al descubrir que obtienen una utilidad más a la gran hoja de palmera en cada momento.

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Continuamente vemos alguna pareja despiojándose el uno al otro y al encontrar el piojo, lo aplastan con los dientes, tragándoselo. ¡No creo que tengan mucho sabor!

El curare

El Chaman (brujo), con la cara pintada de negro, prepara una fórmula mágica, a base de raspaduras de bejuco y la hoja del «komidhi o curare», veneno poderosísimo que utilizan contra sus enemigos, o para cazar. Al mezclarse con la sangre de la víctima, produce inmovilización muscular y causa la muerte por asfixia al paralizarse los músculos respiratorios.

Los hombres rodean al chaman, que forma una especie de cucurucho con grandes hojas, en el que vierte la mezcla mágica de pequeñas virutas y agua hirviendo de una calabaza. Muy pronto, un líquido color café gotea de la parte inferior del cucurucho: es el «curare». Los hombres, acercan las puntas de sus flechas, para impregnarlas. Después las ponen a secar al calor del fuego.

La pesca

Brujito nos avisó que iban a pescar las mujeres. Nos subimos a una curiara (pequeño tronco de árbol hueco), y un grupo de mujeres nos siguieron en otras. Al poco rato y en un recodo, nos acercamos, a una pequeña laguna. Allí las mujeres recolectaron unas plantas específicas y las machacaron, haciendo una gran papilla, que empezaron a extender por la ribera. Al poco rato, las mujeres se pusieron en fila, con grandes cestos, sobre la superficie del agua y recogieron los pececillos, que empezaron a subir a la superficie atontados.

Según me explica José Valero, las plantas se oxidan y sueltan un producto que atonta por momentos a los peces.

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Algo nos llama poderosamente la atención, una mujer embarazada se aparta del grupo y toma del suelo un puñado de tierra específica engulléndola. Parece que sigue la tradición, de obtener por esa vía algunos minerales.

Me cautivó un grupo de orquídeas, las corté y después tuve remordimientos, ¡nunca había tenido tantas!

Llegan dos hombres con caza

Al anochecer, cuando nos disponíamos a tomar unos espaguetis, llegaron los cazadores con unos grandes envoltorios en forma de mochilas, hechas de hojas de platanera y bejucos. Traían un aspecto desolador. La cara desencajada por el cansancio. Barro y sangre cubrían sus cuerpos.

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Habían cazado un váquiro, parecido a un pequeño jabalí que les había hecho correr mucho, por un abrupto terreno. Lo flecharon y trocearon para poderlo transportar. Las flechas y los arcos que utilizan los yanomamis, son de los más largos que existen. Miden aproximadamente dos metros. Para el empleo de estos arcos se necesita mucha habilidad y fuerza, cosas que los Yanomamis poseen, a pesar de su corta estatura.

El espectáculo

Encendimos la luz del «camping-gas» y varias decenas de individuos fueron a ver el espectáculo. ¡El espectáculo éramos nosotros! Todos ellos, sentados e incluso tumbados en nuestras hamacas, nos miraban curiosos y divertidos cómo comíamos los espaguetis, cómo fumábamos un pitillo. Parecíamos un circo para ellos. Ellos nos parecían seres raros, pero a ellos también se lo parecíamos nosotros. Apagamos la luz, y cada uno, igual que a la salida de un espectáculo, se fue a su chinchorro.

Tumbado en mi hamaca miraba el techo. Me llamaron la atención los muchos puntos de luz que vi. en él. Pensé, que eran rendijas, que dejaban pasar la luz de la luna; encendí mi linterna y comprobé que se trataba de luciérnagas muy grandes. Olía a humo.

Día de duelo

Por la mañana, apenas estoy despierto, oigo llantos de mujeres. El centro del shabono se encuentra agitado. Llega Valero y me cuenta: Un hombre ha muerto, tenía malaria. Se celebrará una ceremonia fúnebre (Reaju).

Un grupo de mujeres se afana por mezclar hollín y onoto para preparar la pintura.

En un rincón, indiferentes, los niños continúan sus juegos. Su alegría, por momentos, rompe las dolorosas manifestaciones de duelo de una mujer. Otras mujeres se pintan los pómulos de negro, los hombres cortan troncos y parten leños y se emplaza la hoguera en un lugar despejado, donde se traslada al muerto y sus pertenencias. La cremación se inicia y las llamas envuelven inmediatamente al cuerpo, prendiéndose también el chinchorro, el arco y las flechas. Todas las pertenencias del muerto.

Cada uno vuelve a su chinchorro, el ánimo está de duelo. Sólo se oyen los niños y los ladridos de un perro.

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La ceremonia

Después de varios días, en un improvisado mortero de madera, hecho de un tronco de árbol ahuecado, se machacan los restos óseos del cadáver, tratando de conseguir un polvo completamente fino, que tamizado, se mezcla inmediatamente con una compota de plátanos, dispuesta en una vasija, para más tarde, consumirla en una comida funeraria para todos los presentes, ¡incluidos nosotros!… estábamos integrados en el grupo, se pasaban un cuenco con la mezcla y bebían. El cuenco llegó a mis manos y bebí sin pensar, trague rápido, pero sentía mi boca con sensación a tierra.

No pensé en el significado de la ceremonia, puse cara de circunstancias y respeto.

Toda manifestación de pena, en sus caras serias cesa bruscamente. Se tiene la impresión de que la comunidad es tocada por una brutal amnesia. Nadie mencionará el nombre del muerto. Constituye un tabú. Ningún individuo pude llamarse igual que otro, sólo por su relación familiar: hermano, cuñado, yerno y por apodos.

Por la tarde, comienza un baile por grupos y cada uno interpreta lo que para nosotros sería una copla, que relata el comportamiento de un animal. Imitan: al loro, al mono, al váquiro. En la fiesta funeraria, unos se pintan el cuerpo con rojo de onoto, otros se lo adornan pintándose rayas, círculos, serpenteados.

Entre los yanomamis, el adorno corporal tatuado de la naturaleza sustituye al vestido. La pintura es su segunda piel. El color rojo lo obtienen de la semilla del arbusto anoto, el violeta, del fruto de la palmera, y el negro, el color de la guerra y de la muerte, a base de hollín y ceniza. En ocasiones solemnes, llevan además, magníficos adornos de plumas, en brazos y hombros.

Como en otras ocasiones especiales, se cubren el pelo con plumones blancos de gavilán, que se los adhieren con resina de árboles gomeros, dando la impresión de tener un gorro blanco.

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El más anciano del shabono, Shama, sabía castellano. Unas familias y nuestro grupo, contemplábamos la danza. Cuando creíamos que había terminado, Shama nos indica que teníamos que bailar y, por eso de quedar bien, allí fuimos Carlos Eloy y yo, imitando en el baile, él a un mono y yo a un pájaro grande. Fue divertido. Hubo risotadas, e incluso algunos nos miraban con cara de complicidad. Shama me pone la mano en el hombro y sus ojos color tabaco buscaron los míos. Trató de parecer serio, pero por encima de sus labios había una sonrisa aleteante.

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Veo un grupo de acuclillados que están haciendo algo raro. Valero nos cuenta que intentan sacarse los malos espíritus o hécuras, con un polvo narcótico, hecho a base de planta ebena, y cortezas molidas, que se insuflan en una fosa nasal, unos a otros, por medio de una caña de bambú. La reacción es fulminante, al recibir los perdigonazos del polvo alucinógeno en el interior de su senos nasales, parece que sienten una sensación mezcla de dolor-picor, ¡terrible!, se golpean la cabeza, gritando y babeando, a la vez que por su nariz se desliza un moco negro, que se quitan con una pajita. Tienen vómitos y su aspecto es lastimoso. Son los hécuras malignos, que salen de su cuerpo. Están totalmente drogados, creen que están en contacto con los espíritus.

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Hubo una gran comida, producto de la caza anterior, y compota. Se ponen agresivos y nos preocupa. Algunos muy drogados se golpean con sus palos (macana). Preocupados de que aumente la agresividad con nosotros, nos alejamos a nuestras hamacas… preocupados por si alguno se nos enfrentara.

Como ninguna aldea excluye la posibilidad de que sus vecinos, puedan raptar un día a de una de sus mujeres y volverse contra ellos, cada uno hace demostraciones de fuerza. El robar comida, violar, insultar al poblado, son excusas para iniciar un duelo.

Cada poblado participa de violentos duelos, que generalmente están controlados y sometidos a una disciplina. En los duelos, un hombre hunde un palo en el suelo que le sirve para apoyarse sobre él, exponiendo su cabeza para que el contrario la golpee. Entonces, el contrincante hace acopio de sus fuerzas y le propina un golpe en la cabeza, que le hace tambalearse, cuyo impacto, le suele desgarrar el cuero cabelludo. A continuación, le toca el turno al segundo luchador, de exponer su cabeza para que el otro le devuelva el golpe.

Lo que importa es que los más valientes tengan los cueros cabelludos surcados por muchas profundas y horribles cicatrices.

Todo esto nos lo ha explicado el anciano y José Valero, a los que a cada momento les preguntamos.

Vida en la aldea

Tumbado en mi hamaca, reflexiono sobre mi aprendizaje en el poblado. Siempre había oído sobre la felicidad de los indios que viven en la selva, aparentemente sin problemas, como los que tenemos en la ciudad del mundo capitalista. Tristemente, en las sociedades primitivas, entre las guerras y las enfermedades, tienen tantas preocupaciones como nosotros los occidentales.

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Una madre, nos enseña una herida ulcerada en un tobillo de su niña y yo les acerco adonde teníamos el botiquín. Se lo lavo, desinfecto, le aplico una pomada y lo vendo. Todos miran cómo lo hago…

Se forma una cola de personas y niños, con problemas parecidos y tengo que atender como si fuera sanitario. Hago lo que puedo, con una docena de personas.

Poco a poco ha caído la noche. Brotan chispas de las brasas removidas. Huele a humo, es bueno -me explican-, así se ahuyentan los mosquitos. Al día siguiente, el niño mejora y nosotros nos tranquilizamos…

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Paseando por el shabono

Los yanomamis habitan una región entre el Amazonas venezolano y brasileño en el Alto Orinoco, en la región que bañan los ríos Mavaca, Ocamo, Putaco y Siapa.

Integrados en delicado equilibrio con la madre naturaleza, lleva una vida muy similar a la que en general llevó el hombre prehistórico decenas de miles de años atrás.

Aunque solo lo utilizan en alguna ocasión, nos hicieron una demostración de conseguir fuego con dos palos. En uno de ellos, hacen una pequeña perforación en el centro, donde introducen la punta del otro. Tiene que ser con madera seca de varios árboles. Uno lo rotan entre las palmas de las manos para que gire rápidamente. En pocos segundos sale humo, le añaden resina y paja y a base de soplidos, se activa el fuego.

Empiezo a dormitar en mi hamaca. ¡Estoy cansado! ¡Tantas emociones!, Rememorando nuestra convivencia con esta tribu, su hospitalidad y su afecto, nos han enseñado lo tolerantes que han sido con nosotros. La selva es un mundo difícil de describir, la experiencia de cada persona es diferente y única. Por más que he leído sobre la selva, nunca pude imaginarme la realidad, la sorpresa continua de todo lo que ves. Me reconforta refugiarme pensando en los míos, creo que en una semana estaré en casa, en mi cama, con agua fría, una ducha. El calorcito de mi familia.

Nos vamos

Entregamos todos nuestros pertrechos de cocina y ropa al jefe del poblado. Este, me hace una seña, como que espere un momento y al poco vuelve con un regalo para mí: unas gafas….

Hacía unos días creí que había perdido mis gafas de vista cansada que uso para leer, pensé que en cualquier momento las habría olvidado y me resigné. La sorpresa era, que mi regalo eran mis propias gafas. Le miré a los ojos y sonreí en agradecimiento. Nunca sabré la verdad, si las encontraron, si fue un pequeño “descuido”, o que a ellos no les eran de utilidad.

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Desde la llegada de Colón al Nuevo Mundo, más de siete millones de hectáreas de bosque tropical, han sido destruidas, y de cinco millones de indígenas que había en la Amazonia en el siglo XV, hoy sólo quedan 100.000.

En la zona del Alto Orinoco quedaban en 1990, 20.000
En el shabono viven unas 70 personas

Uno de los mitos de las tribus amazónicas dice: “el día que desaparezcan los árboles altos que sujetan la bóveda celeste, todo el cielo, con las estrellas y el Sol, caerán sobre todas las tribus de la tierra”

Al final del viaje nos tuvieron que hospitalizar en Maracaibo con unas fiebres palúdicas muy altas, parece ser que estuvimos graves, pero reaccionamos con el tratamiento. Al llegar a Madrid me terminaron de curar en el Hospital del Rey.

Volví al shabono ocho años después, y encontré al jefe, al Chamán y a Brujito. Les encontré iguales, me reconocieron. Para ellos me había marchado ayer…

Mi primer viaje a la Amazonía venezolana fue en 1983

Emilio Polo
Fotos: Carlos Eloy Fernández

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